El buey "reventado"
Otra leyenda importante de la Mezquita de Córdoba (debería decir Catedral, pero digo Mezquita
porque cada vez hay menos tolerancia por la parte cristiana y se pretende borrar la
memoria del pasado árabe), es la del
buey que reventó. Siempre nos gustaba llevar al amigo, que normalmente era
de otro barrio y actuar de temporales intérpretes, o cicerones, como se
llamaba a los guías oficiales del monumento, aquellos que enseñaban a los
turistas, a los “franchutes” que
llegaban en los autobuses de la franquista Atesa (Autotransporte Turístico Español, S.A.), empresa del INI fundada
en 1949, para el trasporte de la incipiente industria turística. Los mismos,
que percibían un porcentaje de las compras de estos viejos turistas franceses,
en las exclusivas, y contadas “tiendas de
recuerdos”. Eso daba un cierto empaque después, cuando estos amigos
contaban en su barrio la visita y la historia que les habíamos relatado, eso si corriendo el riesgo de que te aplicaran la Ley de Vagos y Maleantes, que le aplicaban a los clandestinos.
Otra vista muy peculiar del buey donde podemos ver su boca abierta
Nosotros presumíamos de conocer los intríngulis más misteriosos
y ocultos de la Mezquita, en tiempos en que, la lasitud en la visita del
monumento nos permitía incluso pasar por detrás del buey –visto el espacio se podrá comprender la anatomía de los eventuales
“ guías”-, corretear por el Coro y Altar Mayor, e incluso subirnos al
púlpito, bueno a los púlpitos, ya que son dos. Y algunos incluso saborear el
dulce vino de misa de la capilla de la Purísima. Delante del poderoso y blanco
animal, que yacía con gesto de dolor, agonizante, con la boca abierta, relatábamos
como éste había trasladado todas las columnas de la Mezquita y cumplidor él, cuando
lo hizo con la última, reventó. Cariñosamente, aunque con cierto reparo
tocábamos los fríos cuernos, e incluso señalábamos las “tripas” que estaban desparramadas por el suelo detrás del mismo –son las nubes del cielo-. Y con el
mismo reparo le metíamos al noble animal, la mano en la boca que, entreabierta
parece que incitaba a ello. Más que reparo era un cierto miedo, como el que a
mí me daba, al echar una carta en la enorme boca del león del buzón de Correos,
cuando la oficina estaba frente al cine Góngora.
A su lado, el águila no nos merecía la menor atención,
porque estaba allí para comerse las entrañas del noble animal, según nuestra
versión sanguinolenta. Un águila negra posiblemente del mismo material,
cordobés por excelencia, de los escalones del altar, la caliza mícritica del
Rodadero de los Lobos. La muerte del buey había sucedido por un esfuerzo
prolongado en el tiempo, si tenemos en cuenta el que se tardó en construir la
Mezquita, y el número de fases de su construcción, ya era raro que su vida
fuera tan prolongada, pero eso no nos preocupaba. La realidad es que era cosa
materialmente imposible, lo que significaba el primer desmentido de la leyenda.
El buey, el águila, el ángel, y el león, que formaban parte
de los basamentos de los dos púlpitos del altar mayor, eran ni más ni menos que
los símbolos de los evangelistas. El púlpito de la izquierda, el del Evangelio,
representa a San Lucas con el toro, y a San Juan con el Águila. Y el de la
derecha, el de la Epístola, al ángel con nube de San Mateo, y al León de San
Marcos. Ya tenemos de momento la realidad de la representación del noble buey,
y el segundo desmentido.
José Miguel Verdiguier, escultor francés, llegó a Córdoba en
el siglo XVIII, precisamente en el año 1761, y sus obras son muy conocidas en
nuestra ciudad. La imagen titular de la Capilla de Santa Inés, fue una talla
suya. Martín de Barcia, titular de la sede de Osio en Córdoba durante los años 1756
a 1771, le encargó los púlpitos de la Catedral que acabó en 1779 con Baltasar
de Yusta de obispo. Los púlpitos están tallados en caoba, y constan, como casi
todos, de basamento, cuerpo y tornavoz, y en su base están los símbolos de los
evangelistas citados, en un conjunto de color variado, de distintos mármoles.
El conjunto del ángel y el león y el púlpito del lado de la epístola
Verdiguier tiene otras muchas obras distribuidas por la
ciudad. El triunfo del Potro, que antes estuvo en San Hipólito, el de la Puerta
del Puente, y la escalera barroca, de la Biblioteca Provincial de la calle
Amador de los Ríos del antiguo colegio del Obispo. Así que nuestro gozo en un
pozo, la nobleza del animal no la demostró con el acarreo de las columnas, ni
siquiera en una corrida de toros, sino por ser un símbolo bíblico. Y nosotros,
guías clandestinos, cuando de mayores, conocimos la verdad, sufrimos otra
decepción similar, como cuando descubrimos que los reyes magos eran los padres,
o que las palabras buscadas en el diccionario; follar, polla y chocho, significaban:
dar con el fuelle; gallina joven; y altramuz. Algo muy distinto a lo que el
listo de la cuadrilla nos había dicho. Al hilo de esta cuestión del listo,
recuerdo como una vez uno de ellos -había
varios, por su edad superior-, nos reunió para explicarnos el misterioso
problema de la concepción, para estropear a algunos el asunto de la cigüeña, porque
entonces, de semillita nada de nada:
Una vista del ángel y el león.
–Vuestro padre –decía el
erudito sexologo callejero-, para que vuestra madre se quedara
embarazada, se tuvo que acostar once veces con ella.
Uno, más científico, pero más “tonto” o inocente, le rebatía:
–Creo que, según un libro que he leído, con una sola vez sería
suficiente, si se daban las condiciones.
Y aquello significaba la contestación violenta del “listo”:
–¡Tú te callas, que de eso no sabes nada! –y remataba- ¡y
además no tienes edad!
El león. También su boca merecía un respeto
A su vez era coreado sumisamente por el resto, que avalaban
el comentario de los once “ayuntamientos
carnales” como decía el diccionario. Y yo tenía que comerme mi libro de
ginecología, recetado por nuestro médico de cabecera, el bueno de D. Emilio Maya, ante una incipiente hipocondría
por leer otros de medicina, y por aquello de que con la ginecología no había
problema. Estaba visto que no bastaba con tener gracia, ni con leer libros, si
no que también había que ser gracioso. Y en evitación de un cogotazo del mayor, lo
mejor era aceptar sus conocimientos sexuales callejeros. Eso sí, estos
individuos eran admirados por todos, al comprobar lo que echaba al masturbarse,
cuando la clase era práctica, no teórica, ya que los demás, aún, no teníamos las vesículas
seminales a pleno rendimiento, y eso parece era suficiente
garantía de su saber. Claro esto no tiene nada que ver con el buey.
Leyendas urbanas de la Mezquita
Fotos y vídeo del autor