Sólo vi a mi querido amigo Joaquinito un poco más delgado y con peor color. La tarde del domingo me llamó mi tocayo Paquito, hermano de Antoñi, esposa de Joaquín Ruiz. Traté de demorar un poco la explicación que me estaba dando porque sabía que era una mala noticia la que me esperaba, aunque por mucha demora que le diera me la iba a dar de todos modos. Y me la dio: Joaquín Ruiz Rodríguez, “el Pegoletes”, había fallecido esa misma mañana del 12 de septiembre. ¡Joder! eso no debía ser posible pero lo era. Mi amigo Joaquinito, el “Pegoletes”, mi socio de juventud, el hermano que no tuve, compañero de muchos años de penas y alegrías, le había tocado. Sólo tenía tres años más que yo. Estaba recién jubilado y sólo había podido disfrutar de su primer nieto unos meses. Me dijo Paquito que llevaba enfermo, lo que se dice enfermo un año. Un cáncer de pulmón había acabado con él.
El tanatorio, estaba repleto de una gran parte de mi vida y en menor o parecida medida de la de mi novia, de muchos años de nuestra vida, posiblemente los mejores, los que recuerdas con más nostalgia. Niños que ya eran hombres, niñas madres, y otras abuelas. Allí había personas que hacía cuarenta años que no veíamos, otras algunos menos, pero por la parte más corta veinte, que son los años de la muerte del titular del apodo, Vicente Ruiz Rodríguez, el “Pegoletes” grande, hermano mayor de Joaquinito, el confitero de la confitería California y últimamente de su propia empresa, la Sultana López. De él había heredado Joaquinito el título. Un título cariñoso debido a su simpatía, a sus “pegos” y ocurrencias. La edad de Vicente cuando murió, cincuenta y dos.
Los hermanos de Joaquinito; Cloti y Rafael, Isabel y Paco, Manolín y Loli. Sus hijos, dos “tíarrones”, me dieron un beso como si de un familiar directo se tratase, hecho que me emocionó. Es como si me hubieran visto a diario. Me conocían sólo por los comentarios de la familia. “El Paco”, como me llaman todos era muchas veces el centro de las conversaciones, bueno el centro es ser algo presuntuoso, pero formaba parte de ellas, como Joaquinito y su familia, que eran casi una extensión de la mía. Mis padres, cuando vivían y los visitaba, casi siempre a recordatorio de Conchi –por eso no se puede uno quejar cuando sus hijos no lo visitan a uno-, siempre me hacían la misma pregunta:
-¿Niño no ves al Joaquinito, al Pegos? Que gracioso es, que cariñoso y ocurrente. Mi contestación: -No. Hace mucho tiempo que no lo veo, el tiene su vida organizada por otro lado. -¿Pero estáis enfadados? Me volvió a preguntar. -No mamá, es que no nos vemos. Esa rutina de pregunta era la justificación del cariño que se le tenía. Sus cuñados y cuñadas, tan cariñosas como siempre, su suegro con noventa años, sus cuñados Miguel, Rafa (cuarenta años sin vernos), mi tocayo Paquito, y lógicamente su viuda Antoñi, que seguro aún no se había dado cuenta de lo ocurrido. Hice un amplio recorrido familiar y en un momento me puse al día de muchas décadas. Devoraba presencias y recuerdos para actualizarlos.
Joaquín Ruiz Rodríguez
Podría contar miles de anécdotas. Cantar flamenco y bailar en las escaleras del Conservatorio de música, a altas horas de la noche, los dos solos. Fandangos de letras inventadas, que eran una guasa. No cantaba bien, lo hacía muy mal, pienso que fatal. No bailaba tampoco, y decía que hacía el zapateado de Sarasate, creo que sólo tenía la planta de bailaor, o bailarín si hubiera sido más delicado, que no lo era, o incluso de torero. Acababa sus bailes dando un rodillazo en el suelo que siempre nos hacía temer por una fractura de rodilla, pero como pesaba poco nunca ocurría el accidente.Cuando pintaba, que ya no pinto nada, y cada día menos, le regalé a Paca, su madre, un cuadro, un óleo. “Las Señoritas de Avignon”, una copia del famoso cuadro de Picasso, se lo enmarqué y llegue una mañana: -Paca, como le hacía falta un cuadro para el salón le traigo uno que he pintado yo. -Qué raras son estas tías ¿no? –me contestó. Lo colgamos y todo, pero yo debía haberlo intuido y no lo intuí. Al día siguiente cuando llegue a la casa de nuevo, no estaba el cuadro. -¿Paca y el cuadro? –Lo he tirado a los carreros, era muy feo. Me dijo. Requerí a Joaquín sobre el hecho. -Joaquinito tú has visto que tú madre me ha tirado el cuadro. -Y que le hago si no le gusta. La verdad es que es feo.
Una de mis primeras obras pictóricas en los carreros. Eso significaba que no le gustaba Picasso a Paca, ni a mi amigo. Pero eso es así y ya no lo podía recuperar, la esperanza es que a algún carrero le gustase y lo tenga en su casa. Creo que estaba firmado. No ha sido el único cuadro que me han defenestrado, “El Puente de Arlés”, de Van Gog, “Niños en la Playa” de Sorolla, un Miró y algún otro. La única que apreciaba mi pintura era mi madre, que guardaba mis trabajos como oro en paño. La explicación es que era mi madre y no entendía de pintura, pero los otros tampoco entendían.
El “Pegos” siempre de cachondeo, a todas horas había un chiste apropiado, o una gracia. No era un gracioso al uso, era ocurrente, espontáneo, él no se consideraba gracioso, era una forma de ser, era genético. Muchas veces hablaba tan ligero que yo incluso, que estaba acostumbrado a oírlo, le tenía que preguntar por lo que había dicho. Nunca perdía los papeles salvo cuando le dije muy serio un día: -¡Joaquinito, tu madre es una inquilina! -¡A mi madre le vas a decir inquilina! Eres un hijo de p… decirle eso a mi madre.
No había caído o no sabía lo que significaba el inquilinato hasta que se lo aclaré, luego dijo que se había hecho el tonto. Bueno. Fuimos socios en la platería, sociedad que se disolvió por culpa de la guerra de los Seis Días o de la huelga de los entibadores ingleses, no me acuerdo del acontecimiento mundial que precipitó la subida de la materia prima, cuando el patrón era el oro. Yo, me presenté –bueno, fuimos los dos-, a un examen para para cobrador de autobús, el no aprobó, y yo sí, aunque siempre me hubiera gustado que hubiese sido al contrario. Yo me sentía con más recursos para encontrar otra cosa. Y pensaba, mal pensado desde luego, que él no iba a levantar cabeza. Pero salió adelante y bastante bien.
En otra época necesité de su favor, estábamos mal económicamente en casa, me facilitó trabajo de diseñador y me apretó las clavijas, haciendo diseños yo sacaba el sueldo, pero luego esos diseños los cobrara él unitariamente, cuando se hacían en cantidad, al mismo precio que me los pagaban a mí. Podía haber sido más sensible y haber subido el diseño de precio, o haberme dicho la verdad, cuando me enteré me sentí mal, pero esa era la tónica de la explotación en ese gremio. Siempre apretar al de abajo. En su descargo era socio con otro amigo y su responsabilidad en ello del cincuenta por ciento. Por dignidad dije no hacerle más un diseño. El mercado estaba lleno, sin pretensión alguna por mi parte, de mis diseños. Aquello ha sido la única nota negativa en nuestras vidas, a lo mejor fue el principio del distanciamiento. No lo sé y no todo puede ser inmaculado.
Llevo todo el día acordándome de él, he repasado las muchas anécdotas que forman parte de mi vida. Enumerarlas sería complicado, ayer mismo, en el velatorio, surgieron muchas entre sus hermanas y yo que nos arrancaron la risa. Reír es sinónimo de velatorio, y más si este es de una persona tan ocurrente como Joaquinito, aunque para mí será siempre el “Pegos”. Saqué a relucir cuando todavía solteros, en un bar cerca de casa de mi novia, en las Cinco Calles, jugamos una partida de dominó con dos grandes de ese bar -posiblemente desaparecidos-, un Sr. que era profesor de matemáticas y un bombero, no había quien les ganara. Les pusimos un “mandil”, es decir los dejamos a cero, pero hicimos trampas, teníamos un código de señales que nos permitía darle al compañero los datos y pedirle la ficha que necesitábamos pusiera. Aquello generó una expectación inusual en el bar, dos chavales ganarle a esos dos grandes jugadores. Si se hubieran enterado nos hubieran colgado de allí donde se imaginan, en el arco del Seis de las Cinco Calles.
Cuando trabajábamos en Rey Heredia, teníamos la broma siguiente: como era un taller de joyería nos habíamos inventado la guasa de pedir una contraseña para entrar. Si en cualquier momento uno salía a la calle, y al volver cuando llamaba escuchaba, una voz decir:
–¿Q-u-i-é-n e-s? –recalcando la pregunta, iba dado. Tu contestabas lo normal: –Soy fulano de tal. Entonces, te pedían una contraseña para poder entrar que, además te la dictaban desde dentro, pero que nunca escuchaban bien cuando la decías tú y te obligaban a decirla varias veces en voz alta, con el asombro de los ciudadanos que pasaban por la calle. Las frases eran de lo más inverosímil y largas y si querías entrar tenías que decir la frasecita, y algunas bastante indecorosas. Era un número ver a uno en la puerta de la calle diciendo una tontería y a voces, y si no, a esperar, te quedabas en la puerta lloviera o tronara.
O cuando una noche que acabamos en casa de La Felipa, en la carretera del aeropuerto. La Felipa era un homosexual con unas manos enormes y además grandísimo, y Joaquinito pensaba que su establecimiento era un cabaret de chicas, cuando vio aquello me dijo aparte: -¡Paco! ¿Esto no era una casa de putas? –Yo creía que lo sabías. -le contesté. Sin pensarlo dio media vuelta y se marchó. Debió pensar que su hombría podía quedar en entredicho. Tuve que salir a buscarlo a la carretera en una noche de enero, de cielo limpio, que hasta dejaba ver la vía láctea, y con un frío que pelaba. Lo pude convencer, volvimos y nos tomamos una copa, evidentemente no se separó de mi lado por si acaso. Aclaración que no es necesaria pero la hago para que quede constancia; después de que nos echaran del bar Los Mosquitos, por la hora, estaba todo cerrado y un platero al que le trabajaba un primo de Conchi, Manolo Gómez, se le ocurrió decir: -Vamos a casa de la Felipa que estará abierto y si no veréis como nos abre.
Hay que decir que este Sr. era homosexual. Y allí fuimos, el platero, Manolo Gómez, Rafalin Carnago (mi cuñado) Joaquín Ruiz Rodríguez y yo. Sé que no es necesaria la aclaración pero por si, por aquello del prurito personal. Teníamos una conjunción especial, las cogía al vuelo, con insinuarle algo ya estaba en ello, era de una viveza especial. Pero era un chiste viviente, todo era guasa en él siempre. Decir también que sólo yo lo defendí cuando se examinó para el carnet de conducir y no aprobó el teórico y práctico en varios intentos, no digo cuantos, pero yo fui su único abogado defensor en ese momento de las bromas de los demás. Cualquier cosa que me acuerde es ahora importante, muy importante y, en el noventa y nueve por ciento son todas buenas y agradables. Ese es el cielo de los cristianos seguramente, como digo yo, los recuerdos de él son todos buenos, de una buena persona por lo tanto, su memoria, que es lo que vale es grata, lo contrario sería el infierno.
Cantaba flamenco, como dije, fatal, en el baile era algo mejor –efectivamente flamenco también- en la espectacularidad, lo que se llama duende… pero duende pobre. Tenía un buen corazón. Era amigo de sus amigos, salvo la mota mencionada -el mejor escribano echa un borrón o a la mejor p.. se le escapa un pedo-. Era una buena persona en conjunto, cariñoso, sincero. Todas esas cosas que te hacen, cuando ya es imposible, preguntarte porque no lo ha cultivado uno más y ha dejado pasar el tiempo. Cuando estaba enfermo le dijo a su hermano Manolín que el Paco no lo había visitado aún, porque era un hijo puta –es una forma de hablar, no es la expresión en ningún momento ofensiva y menos para mi madre a la que quería mucho y ella a él-, y su hermano le aclaró porque seguro que el Paco no sabe nada de tu enfermedad y así era, y así lo comprendió. La verdad es que me pregunto porque no me lo dijo alguien.
La vida es cruel pero es así. Menos mal que mi tocayo Paquito, su cuñado, hermano de Antoñi, su viuda, me avisó, ocho horas después del suceso, pero bueno, peor hubiera sido no haberme enterado y hacerlo tiempo después. Es la primera vez que he estado en mi vida mucho rato mirando un cadáver, ni con mis padres fue así. No me ocasionó ningún reparo, todo lo contrario, era como si estuviera hablando con él. Observé incluso si se movía, me dije que ojalá pudiera ser yo el mensajero de la alegría del error. Pero no, imposible. Pensé ir la mañana del lunes otra vez al tanatorio pero lo pasé mal la noche anterior y no tuve valor, y además ya lo había visto, aunque… sólo vi a mi buen amigo Joaquinito un poco más delgado y con peor color.
Fotos del autor (1965)
8 comentarios :
Paco: ¡Qué cantidad de recuerdos, Paco! La cantidad de veces que fui yo a la confitería California a comprar recortes de dulces. Nací en la plaza de San Pedro, pero viví mucho tiempo a la vuelta de la confitería, en la calle Almonas, junto a la Sultana y aquellos recortes de dulces constituían toda una celebración. Por circunstancias vitales, no tuve muchos amigos en el barrio, a la mayor parte de la gente, incluidos los jóvenes, los conocía sólo de vista, pero recuerdo aquel tiempo y aquellas calles con mucha emoción.
Ya sabía lo de San Pedro por alguno de tus comentarios Molón, pues en esa confitería Trabajaba Vicente Ruiz, hasta que la cerraron y Vicentin, otro oficial compañero. No te aconsejo visitar un obrador, bueno me imagino que eso habrá cambiado, no tiene nada que ver lo que sale fuera como se confecciona dentro. Y al lado la especie de librería, tebeos y novelas, el Bar Azul, etc. esa calle era de las más comerciales y concurridas en su momento. Ten en cuenta que durante diez años yo frecuentaba la calle Mucho Trigo que era la calle de mi novia.
Molón mira estas direcciones:
Calle Almonas Siglo XIX
Calle Almonas Siglo XX.XXI
He tenido que borrar el anterior comentario porque no funcionaba el enlace bien, ahora creo que si.
Bueno Paco, ya sabes que cuando los amigos nos van dejando, en realidad nos colocan en primera fila.
Yo también he comprado cucuruchos de recortes en esa confiteria que ahora es un establecimiento de bollería tipo fast food, o comida rápida y emulsionada.
No importa como lo hicieran, la realidad es que estaban de muerte.
(O al menos eso nos parecían)
Y por aquella época recuerdo en La Corredera aquellos restaurantes baratos, con mesas corridas y manteles de hules a cuadros, cuyas pizarras anunciaban a tiza, menú del día a diez pesetas.
Eladio es cierto lo que dices y además inexorable.
Cuando hablas de la Corredera, estamos colaborando (Manolo Estevez, y yo en menor medida) con una señora, que buscaba a una tía abuela suya que murio en el 54 y vivió allí. Pues mira por donde Paco Madrigal nos ha facilitado unas fotos de su colección particular de la Pensión La Paloma, que era de las mejores en el listado de establecimientos del lugar. Un punto.
Pues a ver si las cuelgas, que a mi ma fascinan las viejas fotos
Fantástico recuerdo, Paco. Muy bonito.
Yo también tuve un amigo al que llamábamos el Pegoletes, que era vecino de la misma casa de la calle Mucho Trigo. Su padre murió de cáncer también. Al pobre se le oía gritar de dolor en los últimos días, y yo me asustaba mucho (tenía seis o siete años)
Gente cercana, al fin y al cabo. Repito: bonito recuerdo.
Gracias José Manuel.
Cuando hablas de Mucho Trigo, me recuerdas muchos años de entrar en esa calle, del 63 al 76, y ahora a quitar jaramagos.
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