miércoles, 19 de mayo de 2010

LA URNA DE CONSTANCIA


La urna, el lacrimal y la funda protectora de plomo.

Los paseos de Lucianus por la Colonia Patricia eran habituales. Discurrir por el foro sin destino prefijado era, en cierto modo, además de deambular inciertamente una forma de no pensar. La vida sin Constancia se estaba haciendo complicada. Aún no hacía un año y a Lucianus le parecía una eternidad.

Mirando a lo variado de la población, sus idas y venidas, a la que suponía con un destino prefijado, pero desconocido para él, pasaba su tiempo. El destino de las cosas, siempre el destino, eso que se considera infalible, que está o debe estar escrito en algún lugar, pero que modificamos constantemente, aunque nunca se puede demostrar lo beneficiosa o dañina de ésta o aquella modificación puntual.

La Colonia Patricia estaba preciosa. Los tiempos de conflictos bélicos habían pasado. Su emplazamiento era ideal, con unos alrededores cercanos, boyantes de mineral al norte, con unos campos al sur que devolvían en forma de espigas de trigo el sol que habían recibido antes, y en oro líquido el fruto de su olivar, que Roma recibía, para después engrosar el Monte Testaccio con sus ánforas. Y múltiples acueductos surtían de ese otro oro líquido a la ciudad, el agua. Y aunque todos los caminos condujeran a la metrópoli, Roma, la ciudad estaba en un cruce importante de ellos.

Siempre que podía salía Lucianus por la puerta de la muralla norte y subía en dirección a los montes, no sin pasar por la necrópolis donde reposaba Constancia. Después de dirigir la vista a su morada, continuaba hacia donde el aire se desprendía de los olores de la ciudad, la temperatura era más agradable y el silencio y los aromas vegetales se hacían los dueños de la situación.

Cuando morimos –no pudo evitar el pensamiento- vamos a parar a un mundo de oscuridad, de sombra, cuyo gobierno está en manos de dioses crueles, que se invocaban a veces para fines también oscuros. Crueles porque en ocasiones adelantan la ida de quien no procede aún partir para ese mundo. Crueles porque truncan la juventud, y cierran el paso a la madurez, acabando de golpe con la felicidad de quien merece disfrutarla algún tiempo más.

Había que procurar contrarrestar el natural deseo de volver del espíritu arrebatado al mundo de la luz, al que habían arrebatado el futuro, para permitirle descansar. Para ello quiso Lucianus introducir en las urna, una tabella defixionis que, a modo de conjuro para la tranquilidad del espíritu de Constancia, y que sirviera también para que los dioses conocieran a la recién llegada, y no la molestasen con interrogatorios absurdos.

La vida de Constancia había sido breve pero intensa, la felicidad había sido su tónica habitual y aunque ellos habían fomentado la esperanza en una vida larga, no había podido ser así. El destino, siempre el destino, marcaba la pauta. El pulso de la vida puede parar en cualquier momento a voluntad de los dioses.

Constancia ahora sólo esperaba el descanso. Las posibilidades económicas de Lucianus permitieron dotarla de un acomodado y bello lugar de reposo eterno. Una hermosa urna de cristal, con unas originales asas para portarla, dotada del ajuar necesario, y protegida por una caja de plomo para que perdurara en el tiempo y permitiera su anhelada eternidad. Luego su ubicación al salir de la ciudad, en la necrópolis del norte, camino de la hermosa serranía, a la orilla del camino dentro de un vistoso monumento.

El lacrimal.

Dos mil años después -que son un soplo para la eternidad-, unas intensas luces alumbraban parte de la residencia eterna de Constancia, que encima de una mesa era manipulada con esmero y delicadeza limpiando la tierra adosada, reparando alguna violatio sepulchris sufrida, y tratando de devolverle su esplendor primigenio. El lacrimal puede que aun conservase alguna partícula de la química de su líquido ocular, proteínas, sodio, potasio… en el ánimo de encontrar una presencia física de ella, no sólo la espiritual. Aunque parece que se depositaban en ella las lagrimas de los familiares. El restaurador que actuaba sobre la urna, como si hubiera sido su amado Lucianus, nunca podría imaginar lo que se encerró en ella, las ilusiones y deseos, lo vivido y lo que truncó el destino. La vida intensa que vivió su huésped y lo más importante, como había conseguido su amado que Constancia fuese inmortal. La nota protectora que se encontró junto a la urna decía:

“Constancia, has vivido intensamente, hecho feliz a quien te rodeaba, por ello que otras manos protectoras, aunque no puedan ser las mías, después de los tiempos, te acicalen con amor y dulzura y, otras gentes puedan observar tu morada por la eternidad”.

Y lo había logrado, el destino quiso que se encontrase la urna y que manos delicadas la trataran con ese amor y dulzura, que Lucianus vaticinó. Y así, la última morada de Constancia, hermosa, luce junto a su lacrimal la inmortalidad conseguida y su espíritu la acompaña eternamente. Su brillo es parte del de su mirada, su color turquesa similar al de sus ojos, y la belleza del objeto funerario es igual que la que portó en su vida terrenal.

La caja protectora o funda de plomo.

Fotos del autor

7 comentarios :

J. Eduardo V. G. dijo...

Precioso y bello relato.

Paco Muñoz dijo...

Muchas gracias José Eduardo. Está basado en un trabajo técnico de recuperación del objeto principal, la urna, única cuestión que no es ficción.

Laurentino dijo...

El epitafio es toda una obra de arte. Me pregunto si es una genialidad hecha para este caso concreto o es un texto estándar que tuvo fama y se usaba indutrialmente con solo cambiar los nombres.

Si es lo primero, menudo nivel se gastaba la gente por aquí.

Paco Muñoz dijo...

Laurentino es ficción. Muchas gracias.

José Manuel Fuerte dijo...

Pues, siendo ficción, yo me lo he creído.

Si es que no paras.

José Manuel Fuerte dijo...

Pues, siendo ficción, yo me lo he creído.

Si es que no paras.

Paco Muñoz dijo...

Lo único verdad las fotos.