Desde la litografía que encabezaba la entrada de la Puerta del Perdón, se entrevé la puerta de Bendiciones o de las Palmas, y uno de los paseos del Patio de los Naranjos, la perspectiva es desde la casa frente a la puerta. Ésta era de un canónigo y su familia, entendiendo ésta por sus hermanas, es la familia lógica y natural de los canónigos, incluidos como no, sus sobrinos y alguna sobrina, creo recordar que se llamaba Torres de apellido, pero la memoria, junto con otras cuestiones fisiológicas es de lo que más me falla.
El Patio de los Naranjos era la guardería natural de la chiquillería del barrio -cuando había chiquillería en el barrio de la Mezquita, ahora no la hay-, las madres estaban tranquilas echando a sus hijos a jugar al Patio. El lugar de juegos se extendía también a la Mezquita e incluso a la torre, o cuando menos a su escalera.
Juegos diversos como: las Bolas (ahora se llaman canicas) de los que Isabelita era la líder, era una niña que tenía su taleguilla de bolas cogida de la cintura y jugaba con los niños con una habilidad fuera de lo común, a los que desplumaba de bolas; al pincho en la tierra de los naranjos, con una lima vieja afilada por el mango; al trompo (menos por la orografía de empedrado, pero en una galería o encima del aljibe podías hacerlo, siempre existía algún tunante que con un trompo de púa de guerra te partía el tuyo por la mitad, y ahora a esperar a ir a la calle Armas por otro, si te lo querían comprar tus mayores); carreras ciclistas con "sansones" (chapas de las cervezas) por los escalones una vez pintada la carretera con una tiza, el ganar el tour de Bahamontes había levantado la afición; espeleología, entrar por la pequeña abertura de debajo de la torre y ver el alminar original desde abajo; hasta había una pequeña “playa de arena” casi siempre, en uno de los arcos de la parte occidental del Patio hoy cubiertos con celosías de madera, el que está más cercano a dónde se ubica la pila visigoda, el primero entrando al patio por Torrijos, ese arco era el almacén de material para las obras y siempre estaba lleno de arena, ello permitía jugar a la lucha sin hacerte daño al caer.
Luego el juego de la observación, cuando estábamos pendientes del “macho” del cura D. Gonzalo, encargado de la Obrería o a lo mejor otra sección, cuando dejaba de leer el breviario, subía la mirada por encima de las gafas de cerca, y enfocaba descaradamente las piernas de las rubias visitantes y allí se paraba recreándose, sabíamos que vivía con una señora y él no se tapaba de ello, circulaba un comentario en el que decían haberle llamado a capítulo el Cabildo por su falta de discreción, y que él había contestado que podría abrir la boca y contar muchas cosas del gobierno catedralicio en esas cuestiones de la carne, a saber; hacerle la puñeta al “regaor” -luego asesino-, echar especies de barcos en la “reguera” para esperar que llegara hasta el último naranjo; jugar a averiguar de dónde eran los visitantes, todos viejos y para nosotros todos franceses, salvo algún japonés despistado, del que no había duda de su origen, africanos sólo los habíamos visto en “Mogambo”, o en las películas del olímpico Weismuller, Tarzán.
La distracción, antes del Corpus con el ruido acompasado del “vareamiento” en el patio, de las colgaduras –tapices-, un año guardadas, sacudiéndolas para quitarles el polvo; ver después como levantaban lo que llamábamos el Monumento, ese oscuro armatoste, barroco, deslucido y viejo en el que alguna vez te subías con la natural regañina de los obreros que lo levantaban, un altar temporal para la “exposición temporal de Dios” en ese día del Corpus, esto normalmente se instalaba en lo que fue la primera alteración del bosque de columnas, la primera puñalada arquitectónica a la mezquita omeya, la nave que edificaron perpendicular al costado oeste cuya cabecera es la Capilla Real; ver a las mujeres del barrio llenar los cántaros y botijos en la fuente con sus peces de colores; el guardia municipal que tenía su puesto de trabajo en el Patio y que se tomaba la comida en una de las pilas de agua bendita del Arco de Bendiciones, que se la llevaba en una fiambrera su mujer, una señora bajita de negro; esas viejas tablas, artesonadas –ahora no están, ahora son vigas, las que quedan de las subastas inglesas-, colgadas en las galerías este y oeste –no había galería norte-, que luego supimos eran de la antigua techumbre; los dátiles amargos, que si los comías te podía dar el garrotillo; el espectáculo de palmeras caídas con algún temporal.
Darle un “trinque” al vino de bendecir de la capilla de la Purísima, de rojos mármoles de Cabra, cuando el monaguillo titular lo decidía; subirte a los púlpitos de Verdiguier del Altar Mayor, o entremeterte entre los símbolos marmóreos de los Evangelistas, debajo de los negros púlpitos, el “buey reventado” y el águila, en el lado del Evangelio, y el ángel y el león en el de la Epístola; procurar no pisar las tumbas, pues traía “mal fario”, escritas en un lenguaje del que descifrabas muy poco; buscar la zoofilia de la talla del coro –casi siempre procuraban “metérsela floja” de alguna manera el tallista o el cantero a los jefes-; sentarte en la misericordias de sus asientos –el truco para seguir sentado cuando la liturgia obligaba a estar de pie-; sentir el frescor de los mármoles cuando jugabas allí, comparado con la temperatura exterior del verano; quedarte absorto, con incipiente tortícolis, de mirar el colmillo del elefante y dudar de su leyenda; perder la vista en la búsqueda de la virgen con San Cristóbal; que si la cruz del cautivo, que si la raspada columna, o la transparente, que si la tumba de Garcilaso el Inca, que había vivido en la calle Deanes; que si la urna de Luis de Góngora y Argote –siempre sin agarrar nada, se decía al leer el nombre del poeta-; que si el altar de la misa de doce; que si el legendario Tesoro, del que hubo unos comentarios muchos años después, en la última década del siglo XX, de la falta de un cáliz, que no se denunció, se intentó echar el muerto a un trabajador con falsas acusaciones y al final todo quedó en un episodio de toma y daca extraño, con espionaje incluido en la cripta bajo la Capilla del Cardenal o de Santa Teresa, vamos historia tipo Código da Vinci, a saber;
Y él no hay quien dé más; el olor. La primavera, el azahar, aroma delicioso, finura que contrastaba con la exageración y densidad del incienso eclesial. O porque no decirlo, el de las pipas o cigarros que fumaban los legionarios, cuando formaban encima del aljibe o cisterna del patio, y tú desde la altura de la fuente del Cinamomo los observabas –legionarios sin cabra desde luego-. Y ya que estamos de aromas, el del maltranto o mastranto, romero, juncia y hierbas de la cercana sierra con que tapizaban el suelo ese jueves -uno de los tres que brillan como el sol en la liturgia cristiana-, y que luego los chavales amontonaban antes de su recogida para jugar encima de los montones aromáticos. Ahora pienso que, si un pastor de Sierra Nevada iba a ir a la cárcel por haber arrancado una mata de manzanilla, que le debería haber pasado a los trabajadores municipales por dejar la sierra sin esa vegetación con la que tapizaban el recorrido del Corpus.
Luego, al final, el turismo lo contamino todo, acabó con la vida vecinal, con el lugar de juegos de los niños, con el solaz esparcimiento de los vecinos, unos, los de la zona de la Judería, se sentaban en el sector oeste y otros, los de la calle Encarnación, en la galería este.
Un recuerdo para el Sagrario. A lo largo de mi tiempo, pasaron por él, los sacerdotes: Padilla que fue director del Monte, otro al que las mujeres llamaban guapo, creo con temor a equivocarme que se llamaba Antonio, posiblemente el que sabía que yo no había hecho la primera comunión; Joss de la serie de Bonanza, fonsmelariense, al que, porque no le han dado tiempo, sino hubiese llegado a los altares seguro -poderoso caballero don dinero-; todos con un sacristán casi tan eterno como el de San Lorenzo.
Cada enunciado detrás del punto y coma, da para una entrada completa, pero muchas veces es mejor estimular la imaginación del lector con un texto a modo de índice. Y dar lugar a muchas pequeñas historias accesorias, humanas y tiernas unas, y otras dolorosas, porqué no.
Está claro que tu vida en esta zona es no solo la que pertenece a todos los cordobeses-humanidad por ser lo que es, sino que para ti es parte de tu infancia, y eso marca, desde luego.
ResponderEliminarAunque no fuera aquí, yo también jugué a las bolas (toque y hoyo), a la lima (vuelta, doble vuelta, sumo...) a los trompos, con el chulo que venía con la púa de caballo (tú la llamas de guerra) y a las carreras de sansones, que los mejores eran los de la Mirinda.
Es genial esa descripción que haces de tu relación con la Mezquita, su patio de los naranjos y sus alrededores. Yo, a esa edad, recorría huertas (del Mudo, del Porras, la de la Vaqueriza,...) me hundía entre el alpechín del arroyo Pedroches, hacía peleíllas de huesos de almezas en la isla (otra distinta a la de las estatuas y que está al este) o guerrillas de girasoles, después de comernos las pipas de las tortas.
Eres afortunado por haberte meado (no me digas que no lo has hecho) en algún naranjo del patio de la Mezquita y recordar tu infancia en un lugar tan hermoso.
Me has recordado mi infancia, y me ha gustado.
¿Seguro que no cayó alguno de tus amigos, o tú mismo, alguna vez al pilón del olivo?
Anda, Paco, no mientas.
Si que cayó alguien alguna vez. Ben me has hecho recordar que íbamos a por almezas a la Huerta de los Ríos. La huerta citada estaba por la Alameda del Obispo y el camino de Casillas, por el camino al lado del Botánico y por la Granja del Estado. Allí cogíamos también las cañas. Y se forraban los sansones de trapo, e incluso se les pegaba alguna cara de una estampa bien de ciclista o de futbolista, Se les quitaba el corcho de dentro y luego se volvía a meter para cubrir los recortes de la tela.
ResponderEliminarNo se la isla que dices más al este , como no sea por López García, además tu eres una buena pluma ¿Por qué no escribes cosas? Inténtalo.
Que preciosa descripción de una época que ya pasó y que a buen seguro recordarás nostálgicamente toda tu vida, porque como dijo Jorge Manrique "a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor", yo no tengo edad para haber conocido aquello, pero lo has descrito tan bien que me ha parecido estar allí viéndolo... ¿qué tendrán los recuerdos de la niñez (caras, olores, sabores, etc) que no se olvidan jamás?... Un saludo Paco y enhorabuena por esta entrada tan emotiva.
ResponderEliminarLa verdad es q la vida de los chicos y adolescentes en aquellos tiempos era mucho más divertida q la de las chicas q en cuanto cumplíamos 10 u once años no sisaban las salidas y asumíamos obligaciones de la casa.
ResponderEliminarPreciosos recuerdos de ambos, Ben y Paco. no los perdáis jamás.
Gracias Talbanés y Lisis (el orden es de la contestación), es cierto lo de las chicas, ellas no jugaban salvo lo que dices. Mierda de sociedad. Quitando las visitas catecumenadas de las niñas y la de misa de doce, pocas hacían por su cuenta, y estamos pensando en una chica que su familia estuviese algo acomodada, las otras como dice Lisis a ayudar.
ResponderEliminarMuchas veces, como dice Talbanés, los olores ayudan a recordar cosas. Fijaté Ben: "me hundía entre el alpechín del arroyo de Pedroches", el olor del alpechín inconfundible, hasta el río Guadalquivir lo cambiaba de color cuando se vertía en él.
Queramos que no, como han cambiado los tiempos. ¿Para mejor? ¿Para peor? en algunas cosas si en otras no. Pero levaba razón Jorge Manrique, es la nostalgia de lo que no volverá, por eso es importante alimentarlo y volver a proyectarlo estimulando los rincones dónde esté en la azotea.
Gracias a los dos, bueno tres.
Me dice mi hermana Loli que es más joven que yo:
ResponderEliminar"Niño, el cura que vivía enfrente de la Puerta del Perdón, era José Torres Molina, una de sus hermanas se llamaba Carmen y me dio catecismo en San Pedro Alcántara. Y respecto al cura guapo se llamaba Fco. Navajas. Un beso."
Se completan datos, se ha estimulado la memoria y demostrado que la mía deja que desear.
Pues a mi me parece que lo importante del cura no era el nombre, sino que era guapo.
ResponderEliminarAlgún suspirillo se habrá ido con el viento por él, y él se lo habrá perdido... o no.
Seguro, pero si se lo habrá perdido no lo sé, no era, a mis ojos, como D. Gonzalo, pero a lo mejor era discreto y no se le notaba, o tenía otras inclinaciones... es mucho aventurar, a lo mejor era cumplidor de sus tontas obligaciones de castidad.
ResponderEliminarLo que si le dijo a mi padre, con todas las letras, cuando fue a hablar con él para ver si le podían dar una casa del Campo de la Verdad, vamos a por una recomendación, que a él no lo veía en misa, por eso no le hacía ningún favor. Mi padre se quedó de piedra.
Era verdad, pero es que mi padre, era forofo de otra iglesia, porque todos los viernes a los Dolores se las traía, menos mal que volvía con las tortas de la Purísima.
Salud José Manuel
Amigo Paco, ando con la maquetación de mi próximo libro sobre Julio Romero y veo,entusiasticamente, bellas imágenes que publicas en este blog y que me pueden servir para ilustrarlo.
ResponderEliminar¿Que debo de hacer con las que me interesen?
Recibe mi saludo más cordial
Amigo Alfredo, sin problema, todo es público. Utiliza las que estimes oportuno, no sé si te refieres al blog en sí o a esta entrada del Patio de los Naranjos en concreto (esta no es mía), pero es lo mismo. Y si lo estimas puedes citar la procedencia, si no es igual.
ResponderEliminarUn abrazo
Gracias. Un abrazo
ResponderEliminarA tu disposición Alfredo, un abrazo
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