El 27 de agosto de 1952, hacía una noche como todas las de esa época del año en Córdoba, sofocante. Me despertaron precipitadamente, mi hermana Mari Loli estaba a punto de llegar, serían las cinco de la madrugada. Hasta ese momento había sido el único hijo en la familia, porque aunque nació una niña antes que yo, había nacido sin vida.
Con diligencia nos habían echado materialmente de la habitación. Nuestra casa que estaba en el número 32 de Cardenal Herrero de Córdoba, tenía tres pequeñas habitaciones, dos de ellas daban al exterior a la calle y una interior a un pequeño patinillo. La principal, la que tenía una amplia reja se usaba como comedor, la interior que también tenía una reja al exterior, pero más pequeña, era el dormitorio común. Una cama de matrimonio con dos mesillas de noche, un lavabo de pie metálico con cubo de desagüe, un espejo con repisa y una jarra lateral. Una cuna y un armario completaban el mobiliario. En la habitación interior vivía la abuela. Ella disponía de una alta cama metálica de barrotes oscuros, una cómoda más alta que ella y una mesilla de noche con mármol blanco.
La cocina y la pila de lavar la ropa estaban en la parte alta, que era una especie de azotea cubierta, con una covacha que cerraba el hueco de la escalera. Cuatro ventanas de postigos de madera daban a la calle. La perspectiva de la calle, desde ese lugar era privilegiada. Ante nosotros se presentaban los tejados de la Mezquita y la mole de la Catedral cristiana enquistada en sus entrañas. A la derecha la calle Torrijos, el Hospital de San Jacinto, y el palacio del Obispo. Al frente teníamos parte del Seminario el monumento del Triunfo, una porción del río y la campiña. Si mirábamos a la izquierda siempre veíamos debajo la cúpula redondeada del aljibe de frente a mi casa, donde estaba la parada de taxis.
La majestuosa torre de la mezquita y, entre esta y la alta cúpula del Altar Mayor de la Catedral, coronada con la bola y el pararrayos, veíamos por el este parte de la campiña y una pequeña espadaña que culmina el edificio religioso por ese lugar. En ella habitaban una pareja de cigüeñas, cuyo crotoreo llegaba con nitidez a nuestra casa. Años más tarde, por mor de una responsabilidad institucional que tuve, estuve en esa espadaña, se había disparado la alarma de incendios y subimos a los tejados de la Catedral para ver el lugar del incidente y su causa, lástima que no hiciera alguna foto en aquel momento.
Más o menos esta era la perspectiva que veíamos desde mi casa
La majestuosa torre de la mezquita y, entre esta y la alta cúpula del Altar Mayor de la Catedral, coronada con la bola y el pararrayos, veíamos por el este parte de la campiña y una pequeña espadaña que culmina el edificio religioso por ese lugar. En ella habitaban una pareja de cigüeñas, cuyo crotoreo llegaba con nitidez a nuestra casa. Años más tarde, por mor de una responsabilidad institucional que tuve, estuve en esa espadaña, se había disparado la alarma de incendios y subimos a los tejados de la Catedral para ver el lugar del incidente y su causa, lástima que no hiciera alguna foto en aquel momento.
Ese era el panorama de la visión sur desde las ventanas de la azotea cubierta. Si salíamos a una pequeña azotea que la casa tenía detrás, había una baranda a la derecha que protegía del patinillo que bajaba hasta el patio del puesto de pan que existía en la planta baja. En ese lugar el patinillo estaba cubierto por una cristalera. Desde ahí veíamos el Hospital de Agudos, los tejados de la casa de mi madrina, muchos de la ciudad y sobre todo la sierra. Siempre mi madre quería ver las Ermitas iluminadas de noche. Y la torre que parecía caerse sobre nosotros.
Allí nos ordenaron subir para esperar el nacimiento de mi hermana. Por mi edad, cinco años nunca había madrugado tanto, te acostaban al anochecer y cuando te ponían el tazón de leche con café, migado de pan, ya era de día. Mi padre me explicó que si miraba hacia la espadaña donde estaban siempre una pareja de cigüeñas, a la que aún iluminaba una tenue luna, y continuaba mirando hasta la porción de campiña vería lo que fue para mí uno de los acontecimientos más importantes de mi vida, amanecer, salir el sol. Me agarré a unas barras protectoras de hierro que tenían las ventanas, dejé caer la barbilla en el alfeizar de la misma y esperé. No hubo que esperar mucho, poco a poco fue iluminándose el horizonte, aclarando la silueta de la Mezquita y, con una majestuosidad impresionante iba saliendo el Sol, lentamente hasta adquirir su tamaño normal. Mi padre me recomendaba que al Sol nunca se debía mirar directamente, porque te podía “quemar la vista”, pero por unos segundos no pasaba nada. De todas formas el anaranjado disco no molestaba apenas mirarlo (luego comprendí que el grueso de filtro de la atmosfera, por el ángulo de sus rayos, al amanecer y atardecer permitía ciertas licencias ópticas).
Había visto por primera vez en mi vida un amanecer, y era maravilloso, con la lentitud que va asomando por el horizonte y mí horizonte era una construcción milenaria. Las cigüeñas aleteaban y alguna levantó el vuelo. El sol en su plenitud ya estaba entero. Nos avisaron que podíamos bajar pues la nueva inquilina había llegado a su casa y afortunadamente bien.
Luego vendrían muchos amaneceres, y espero que queden algunos más aún antes del ocaso definitivo, pero ese fue y será el más importante de mi vida. Eclipsó hasta la llegada de mi hermana, que aún no tenía capacidad de asumir, ella nos esperaba abajo. Al pasar por el piso inferior mi tía Rafaela estaba haciendo el desayuno en su cocinilla que daba a la escalera. Le dije con ilusión lo que había visto, le pareció bien pero comprendí que le daba igual. Entramos a la vivienda y aún continuaba el barullo del parto con la recogida de todo. Me enseñaron a Mari Loli, el nuevo pequeño personaje que habitaría en la casa desde ese día. El 27 de agosto había tenido dos acontecimientos importantes, su nacimiento y otro espectáculo igual de importancia para mí y que había sido, ver salir el sol esa mañana por la espadaña de la Mezquita.
Fotografías del autor
Bibliografía de la vida misma
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