Óleo de la pintora Conchi Carnago, en el museo de Villa del Río
¿Qué relación guarda mi vida con la de Manuel Rodríguez Sánchez?. La verdad es que ninguna, en la simple superficie, estimando de antemano que no soy aficionado al mundo del toro y, como es lógico, mucho menos un erudito en esa materia. Pero si existe dentro de mí y mi entorno algo que pudiera ser una entrañable relación con ese gran personaje del mundo taurino. Cuando el murió yo nací, es decir en el año que Manolete murió yo tenía unos meses de vida, y en brazos de mi madre unas veces, y otras en un cochecito de madera azulito con ruedas del mismo material y mango de hierro para empujarle, asistí al acontecimiento que significó para esta ciudad su entierro y despedida multitudinaria.
Evidentemente es imposible para un niño de escasos seis meses poder recordar nada de lo acontecido, aunque algunos científicos puedan decir que nos podemos trasladar en el recuerdo, con la hipnosis, a nuestra estancia uterina. Sí, por el contrario, a lo largo de los años posteriores, se encargó mi padre de recordarme y alimentar muchas vivencias relativas y relacionadas con Manolete –aunque él tampoco era aficionado al toro-.
Por ejemplo: cuando íbamos a comprar el vino a la Calle de la Bodega, a la casa de Cruz Conde, después de haber dejado parte de la mirada y deseos de un niño en el escaparate de Caramelos Hispania, en la avenida de Cervantes, mi padre me explicaba lo que significaba la casa del diestro. Alguna que otra vez vimos a su madre, Doña Angustias, como de pasada. La curiosidad infantil me hacía mirar por las ventanas, y recordar algo como una especie de clínica que había dentro de la casa, o por lo menos a mí me lo parecía. Siempre tenía la sensación de que el personaje estaba aún presente en esa casa, había cosas que en los principios de los cincuenta no habían cambiado nada de ella, de cuando él la habitaba o visitaba.
Chalet que luego fue de Manolete
Terminábamos la compra en la bodega citada, llena la “damajuana”, recogidos los vales para canjearlos en navidad por las consabidas botellas, de coñac Solariego y anís La Cordobesa, y vuelta a pasar por aquella casa y otear las ventanas con la esperanza de comprobar algo de lo que se me contaba, o poder ver a alguno de sus moradores.
Calle de la bodega y Casa Cruz Conde
Había otra relación que siempre comentaba mi padre conmigo, y era la de que Manolete y él eran de la misma edad, ambos habían nacido en el mil novecientos diecisiete. El número siete siempre nos acompañaba curiosamente, mi padre nació en un día siete del mil novecientos diecisiete, Manolete nació en un mes siete también del diecisiete, y murió en un año con siete, mil novecientos cuarenta y siete. Siempre el susodicho número. En el fondo y a lo largo de la historia de este mundo, queramos o no, es un número mágico; siete sabios; siete artes; siete maravillas; siete días de la semana; la creación –cristiana- del mundo.
Placa del nacimiento de Manolete
Yo también nacía en un año con siete, mil novecientos cuarenta y siete, un día diecisiete. Ese era el comentario repetido cuando pasábamos por la calle Conde de Torres Cabrera y me enseñaba mi padre la lápida, que aún existe, con el rostro de perfil de Manolete, en el número 2 de la citada calle, casa donde nació. Por lo tanto, con sólo recordar la edad de mi padre yo recordaba con precisión la edad que hubiera podido tener Manuel Rodríguez, cuestión que me hacía presumir alguna que otra vez, ya que el truco era sencillo, cuando preguntaba alguien qué edad podría tener en ese momento el torero, o cuántos años hacía de su muerte, con solo recordar la edad de mi padre y restarle la mía sabía cuántos años hacía que se marchó de este mundo.
Plaza de la Lagunilla donde vivió.
En otras ocasiones íbamos a La Lagunilla a ver la casa donde vivió, pasando como no, por la misteriosa, para un niño, casa de paso a la que se accedía por Marroquíes. La casa de Manolete era una casa algo especial, encalada, de ventanas y puertas pequeñas y oscuras y me parecía muy humilde, cuestión que no admitía la mente de un niño, imbuido de las leyendas de la fortuna que ganó con su profesión, en tiempos en los que mil pesetas eran algo inalcanzable. Por contra, en esa casa en la que vivía con su madre y hermanas, vivía también la Tita Concha (tía de mi madre, que se casó con Manuel Torrero), se comentaba que en aquella época no tenía la familia del torero liquidez económica y muchas veces la tía Concha les echó una mano. Concha era una mujer especial, muy especial. Luego uno de sus hijos, Rafael, conserva aún en la memoria estampas de sus hermanas tomando el sol en el patio de la casa.
A colación del tema dinerario, decir que asistíamos a las corridas nocturnas, o charlotadas como llamaban otros, en la Plaza de los Tejares. Los premios eran variados; que si la máquina de coser, que si dinero, que si un seiscientos. Lo más importante era el dinero, que siempre hacía comentar a mi madre:
-Pepe, si sale nuestro número del bombo le pedimos, pagándole una propina al guardia de seguridad -como decía ella-, que nos acompañe a nuestra casa de la Judería para proteger la fortuna que nos habría tocado.
Ante la dificultad o el riesgo que estimaba ella, lo que suponía ir por la calle de noche con cinco mil pesetas. Nunca tuvimos, desgraciadamente, que usar de esos servicios. Mi madre no comprendía, o no quería manifestarlo, que diariamente nos estaban robando muchas cosas. La libertad era una de las más importantes y el sentirnos seres humanos también.
Esos recuerdos forman parte de mi persona, y son imborrables. Luego con el paso de los años se le fueron sumando otros, como cuando con ocasión de un episodio de la muerte de un señor militar, que no me merece la pena recordar, me llevó mi padre al Cementerio de la Salud y vi por primera vez su tumba. Creo que sería por los primeros años de los cincuenta del siglo pasado. Aquel mausoleo me impresionó muchísimo, aunque ya había visto algo de él antes sin saberlo, cuando acompañaba a mi madre a peinar a la esposa del escultor D. Amadeo Ruiz Olmos -mi madre era peluquera y peinaba a las señoras pudientes diariamente en sus casas-, éste tenía en su taller algunas piedras inacabadas, que no se por qué las asociaba con aquel trabajo escultórico, luego más tarde supe que evidentemente él había realizado el mausoleo del diestro. Todo el trabajo del escultor podía verse por las ventanas de su taller en la placita junto al jardín de la calle Sánchez de Feria.
El conocer la terna de Linares, y los episodios, ciertos o no, de los avatares de la cogida y muerte también estaban presentes. La sangre donada por el agente, que según me decía mi padre, hubiese cambiado la vida de éste si el torero se hubiera salvado; la urgente visita del médico desde Madrid -en esos coches interminables, como de película de James Cagney, haigas los llamábamos-, para atender al diestro.
La serie de mitos, muchos de ellos que formaban parte de la leyenda, que pululaban por los mentideros; el españolismo trasnochado que se le achacaba, que el régimen fomentaba y que luego tuve ocasión de asistir a su desmontaje por parte de un experto, no se si con razón o sin ella. Su novia Lupe Sino, esa señora estupenda que no parecía querida por la familia, que era como una pareja cinematográfica americana del norte, al estilo de la época. Aquellos aviones de hélice, o los Superconstellation transoceánicos para las visitas a América. O la insultante y detractora letrilla que se cantaba con sones de su pasodoble y que decía “si no sabes torear ‘pa’ que te metes”, y que a mi me molestaba, pues se hacía con el ánimo de destruir el mito o la persona, deporte al que somos muy dados los cordobeses con nuestros valores declarados. Todas esas percepciones forman parte de mi infancia, de las entradas en la memoria limpia de un niño, que las valoraba a su antojo y las clasificaba en orden a su estructura mental.
Los zapatos de punta blanca inmaculada; el traje cruzado; las gafas de sol que después supe les dio su nombre; esa cicatriz significativa que curtía su rostro; su seriedad, más bien una tristeza de quien lo tenía todo menos lo que quería; los comentarios y apelativos de “gurrumino”, posiblemente falsos como casi la inmensa mayoría de ellos; los cinco mil duros al Niño de Marchena para que cantará unos fandangos y que luego el bohemio se los dio al tabernero para que los echara de vino –cuestión imposible desde luego, pues con los cinco mil duros se podía comprar casi la venta-.
Todo esto era desmontado poco a poco unos años después, no muchos, pues mi noviazgo empezó a los diecisiete –otra vez el siete-, en los que tuve oportunidad de leer la colección de Dígame de mi suegro, mientras pelaba la “pava” –no había televisión y pocos aparatos de radio-, a la vez que me emocionaba ver el cuerpo de Granero en una mesa de mármol, muerto después del mano a mano con el Pocapena de Veragua. Muchos lances fotográficos de las figuras de la época; la leyenda de Belmonte con las llamativas connotaciones sexuales de su suicidio; los Noticiarios Documentales del águila imperial como indicativo, a la manera de la Metro Goldwyn Mayer americana, en los que la voz chillona del corresponsal nos comentaba a toro pasado alguna de sus corridas.
Deseo, para finalizar, hacer una referencia al grupo escultórico del 56, de los artistas Moya y Álvarez, en la Plaza del Conde de Priego, cuya solución práctica para mantener erguidos de manos los caballos nunca comprendí de niño, y de mayor siempre la acuse de falta de estética.
En resumidas cuentas creo que la frase del principio: “¿Qué relación guarda mi vida con Manuel Rodríguez Sánchez?, la verdad es que ninguna,” no es del todo cierta. La gente de mi generación –olvidándonos de las relaciones casuales del siete, la edad de mi padre y la fecha de mi nacimiento- tenemos todos una indirecta relación con Manuel Rodríguez Sánchez. Es decir, ninguno de nosotros, copiando una frase que menciona con notable frecuencia un gran amigo, estamos “fuera de cacho” –el cacho en Hispanoamérica es el cuerno- respecto a la vida del diestro. Manolete forma parte de nuestra memoria ineludiblemente. Es absolutamente imposible obviar su presencia en nuestra vida, y nuestra ciudad, y lo lamentable es que las generaciones que nos preceden no la tengan almacenada en la suya, en el almacén que todo es válido.
Siempre empleo una frase para mencionar el año 1947. Fue un año que tuvo tres cosas, dos malas y una buena. Las malas, la explosión de Cádiz y la muerte de Manolete; y la buena mi nacimiento, y sin ésta tercera –de casi ninguna importancia para nadie, pero de mucha para mí y mi familia-, no podría estar ahora recordando ese personaje que fue y será siempre, Manuel Rodríguez Sánchez “Manolete”.
Actual chalet de Manolete
Sobre el chalet de la Avd. de Cervantes.
El famoso chalet lo construyó Tejón y Marín, un Ingeniero militar, para D. José Ortega Munilla. (Es la foto del cuerpo de la entrada). Éste Sr. vivió varias temporadas en él. Alternaba su trabajo en el Imparcial con la dirección de un periódico local propiedad del Conde de Torres Cabrera. El hijo de D. José fue luego, después de haber pasado su infancia en Córdoba e incluso haber estado en ella en el colegio, el famoso filósofo D. José Ortega y Gasset. Notable ya de por sí la importancia del chalet. Aún no había nacido Manolete ni siquiera.
En 1910, lo compró la familia Cruz Conde, así como los terrenos circundantes en los que construyeron su bodega, que había estado en la calle Deanes, y que después de estar ubicada en los citados terrenos, se trasladó a la Huerta de la Reina. Parte de esos terrenos se ocuparon después para abrir la calle de la Bodega. Me imagino que sería una operación urbanística, pues no es habitual dar nada a cambio de nada.
Manuel Rodríguez compró la casa en 1943, cuatro años antes de su muerte, por 300.000 ptas. de ese tiempo. Ese mismo año le encargó su remodelación al arquitecto Carlos Sáenz de Santamaría. En 1986 se pretendió derribarlo pero la Comisión Provincial de Patrimonio Artístico lo protegió. La foto es después de la reforma, La primera era de la primera construcción de Tejón y Marín. Últimamente lo adquirió la empresa actual Marin Hilinger.
Vista del Chalet de Manolete años sesenta.
Ese recorrido,de chocolates y aguar
ResponderEliminardientes,tambien lo hacía yo con mi
padre.Que pequeña era Córdoba,aun-
que creo que en parte lo sigue
siendo.Pues de las becerradas noc
turnas,con rifa incluida,tengo un
recuerdo de pequeño,gracioso.Y es
que aun joven le tocó una damajuana
con una arroba de vino(terminolo-
gia de mi padre),el chico de la
puso en la cabeza y lleno de ale-
gria,saltaba y saltaba y plaffff
damajuana al suelo y como era de
vidrio,todo el vino al suelo...Pri
mero fue un ohhhh del gentio,para
pasar a risas,que al final tambien
lo fueron del joven.Mi gozo en un pozo,pero al final todos unidos
en la risa.Asi eramos.
"ben"
"Damajuana", las había de caña y de soga, o cristal sólo.
ResponderEliminarEs una anécdota graciosa, pero muy normal. Me la imagino, a quien no le ha pasado una cosa de ese tipo, con una pelota, o una caída sin consecuencias pero grotesca. La risa es el mal ajeno casi siempre.
Nocturnas, toreros malos, los de las nocturnas con gran ilusión pero malos la mayoría. Ambiente familiar en las noches de verano, y si te tocaba algo pues mejor. La máquina de coser, la bicicleta, el dinero, o la damajuana de una arroba de vino de veinticuatro, aunque luego se rompiese con el juego.
Muchas gracias Ben por tus recuerdos