El colegio se llamaba San Antonio de Padua. Corría el año cincuenta y cuatro del siglo pasado. La calle donde se ubicaba era estrecha, umbría, de altas paredes, una de ellas pertenecía al convento de Santa Ana, por ello se llamaba Alta de Santa Ana. Antes de entrar al colegio se pasaba por el carrillo de prensa y tebeos de Fidela, delante de la casa de Carbonell. Los tebeos del Cachorro, Roberto Alcázar y Pedrín (una barata propaganda del régimen y todo lo patrio), Hazañas Bélicas, TBO, luego Capitán Trueno (también un héroe a lo Cid), y los futuristas de Diego Valor en el planeta Venus, cuya novia Beatriz, tenía la misma cara de la niña que por temporadas vivía en el cine de verano Goya. Más de uno estábamos enamorados de ella por eso, y raro era el día que alguna portada no era motivo de conversación.
El colegio
D. Enrique Rodríguez Castro, fue el clásico maestro de escuela al uso. Serio, de porte distinguido. Muy alto para la media, posiblemente dada nuestra pequeñez lo veíamos más alto aún, de helénica nariz, y pelo canoso. Cuando se dirigía a sus alumnos siempre anteponía el usted al apellido de cada uno. Su voz era recia y fuerte. Alguna vez lo relacionábamos con el libro de lectura que usábamos; El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Podía haber sido perfectamente Don Alonso Quijano o, por qué no, Miguel de Cervantes, aunque en aquellos años no sabíamos cómo era la cara y el porte de Miguel de Cervantes, de Don Alonso Quijano sí, pues había alguna que otra ilustración en el libro. Su esposa Doña Conchita, era agradable y cariñosa con los alumnos, tendría por aquella época unos cuarenta y cinco años, o quizás menos, vestida de negro, morena, peinada con un moño y el pelo tirante hacia atrás. Pero era una mujer mayor para nosotros.
Siempre la veíamos en la cocina cuando íbamos a beber agua, en un vaso que había sido anteriormente una lata de leche condensada, convertido en utensilio de cocina, por un metalúrgico del tiempo, “el latonero”. Muchas veces acabábamos todos contagiados de “boqueras” de beber en el mismo vaso, eso hacía que algunos, llevaran vaso propio. Nunca le faltaba a Doña Conchita una sonrisa. Era bajita y gruesa, y tenía a su cargo a la madre de D. Enrique, Doña Salud, ésta decían, tenía más de noventa años, por lo que hacía honor a su nombre. Pelo completamente blanco y tan alta como su hijo. Casi siempre portaba una toquilla de ganchillo, y rara era la vez que no estaba haciendo esa misma labor.
Recibo del colegio, eran veinticinco pesetas un dinero
Siempre la veíamos en la cocina cuando íbamos a beber agua, en un vaso que había sido anteriormente una lata de leche condensada, convertido en utensilio de cocina, por un metalúrgico del tiempo, “el latonero”. Muchas veces acabábamos todos contagiados de “boqueras” de beber en el mismo vaso, eso hacía que algunos, llevaran vaso propio. Nunca le faltaba a Doña Conchita una sonrisa. Era bajita y gruesa, y tenía a su cargo a la madre de D. Enrique, Doña Salud, ésta decían, tenía más de noventa años, por lo que hacía honor a su nombre. Pelo completamente blanco y tan alta como su hijo. Casi siempre portaba una toquilla de ganchillo, y rara era la vez que no estaba haciendo esa misma labor.
La calle Alta de Santa Ana
El libro de batalla que usábamos era la Enciclopedia Grado Medio, creo que Dalmau Carles Plá, de Gerona. El de lectura ya lo he mencionado antes, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Era muy importante conocer el idioma y sobre todo la pronunciación. La portada del cuaderno de escritura tenía una foto de los Toros de Guisando. Todos teníamos el mismo libro y en casi todos procedía, o de un hermano mayor o de un primo que había estado antes allí. Ya de mayor me he preguntado muchas veces por el gasto inútil de cambiar de libros cada curso, ya que el saber es el que es, y no cambia con los años, o por lo menos lo hace muy lentamente. El río Miño sigue naciendo en el mismo sitio y el cabo Trafalgar no lo cambian nunca a otro lugar. Con las leyes de la Gramática y la Aritmética pasa igual, son inamovibles, o con la Geometría. Entonces la Geografía era importante, por lo menos la española. A mí me apasionaba la del mundo, quizá por haber leído a Julio Verne que fue un excelente geógrafo, y se me atrancaba más la de aquí. Aunque esa si ha cambiado yo lo noté en principio con Holanda, su capital era La Haya y ahora Ámsterdam. Se empleaba el método de la canción para memorizar. De siempre todas las civilizaciones lo han empleado para aprender de una generación de otra. El sonete de: “España limita al norte con el mar Cantábrico. Los Pirineos la separan de Francia. Al este con el mar Mediterráneo. Al sur con el mismo mar y el estrecho de Gibraltar… y al oeste con Portugal” Ya estaban así, con música, detallados los limites peninsulares del país.
Alta de Santa Ana, hacia Peramato
Había un solo día de la semana en el que se rezaba el rosario, el jueves por la tarde. En él siempre pedía D. Enrique, por Antoñito Rodríguez -su hermano muerto prematuramente-, un padrenuestro. Durante el rosario, había una irreverente manera de mencionar el “Ora pro nobis” de la Letanía, elogios y atributos de la Virgen puestos en orden. Una larga retahíla, a la que había que contestar con el reza por nosotros, evidentemente en latín, y en lugar de decir “ora pro nobis” decíamos “un automóvil”, y dicho en coro sonaba casi igual. Como era después de comer, en la tarde del jueves, y la digestión hacía semidormitar a D. Enrique, este no se daba cuenta y el intercambio de sonrisas culpables circulaba por toda la clase, salvo que alguno pasara a la carcajada y eso significaba levantar el sopor del maestro. También se levantaban risas cuando se decía Virgo Poten, por lo de la rima con esa palabra tan cordobesa que algún compañero decía por lo bajo que debían de agarrarle a él.
La placita de Alta de Santa Ana
Esa era toda relación con el régimen “nacional católico”. Nada de espíritu patrio, ni de proclamas de las virtudes nacionales. Por aquellos años no podía precisar en qué lugar del espectro político se encontraba D. Enrique, mí Maestro. Siempre intentaba ubicarlo en algún sitio, pero al final siempre me quedaba con el personaje respetuoso, recto y cristiano -que no católico-, pero sin catalogar políticamente. No era el Don Gregorio de la Lengua de las Mariposas, de José Luís Cuerda, implicado hasta el extremo de costarle la vida, pero si era un ciudadano liberal y el respeto a los demás y a su profesión fue su credo más importante. De todas formas quién hubiera podido en esos años, sin riesgo a perder algo preciado, significarse por algo que no fuera con el régimen existente. Ya era demasiado no estar directamente alineado con él. Eso si era seguro. Por lo menos, allí no se cantaba el Cara al Sol ni ninguna de las canciones de la época, ni se tomaba leche en polvo, ni queso, de ese remedo de Plan Marshal que aquí llegó. Los alumnos de San Antonio de Padua podemos tener a gala no haber participado en actos de tipo doctrinal de la dictadura del General. Este país ha tenido presidentes del gobierno que cantaron ese himno en el colegio, creo que casi todos los de la democracia. En eso éramos algo diferentes.
Cuesta de Peramato desde Alta de Santa Ana
D. Enrique tenía un mote y una canción. Quién no tenía un mote. Le llamaban D. Tabique, y la canción decía: “D. Tabique se ha muerto, dios le perdone, en la caja le llevan los cigarrones”. Algunos tenían el valor aprovechándose de su incipiente sordera, llamarle D. Tabique al dirigirse a él enmascarando las dos primeras sílabas. No se daba cuenta. D. Enrique, dentro de la pedagogía imperante en la época, no consideraba que la letra entraba con sangre. El no usaba mucho de la regla para castigar -que el listo de turno nos decía que se iba a romper si nos poníamos ajo en la mano, cuestión que sólo suponía un olor apestoso y un picor puede que más que considerable-. El usaba una pequeña y estrecha correílla de cuero, que la llamaba, si no me falla la memoria, como la madre de la familia Ulises del TBO, Doña Sinforosa, la esposa de D. Policarpo. Con ella en la mano y cuando paseaba por la clase, castigaba a los que, sin esperarlo por detrás, estaban incordiando al compañero de la banca de delante, o distraídos. La reacción era:
― ¡D. Enrique si no estaba haciendo nada! -no era cierto, estaban haciendo.
Los pupitres eran de madera con el tablero superior abatible, dejando abierto al subirlo un receptáculo donde se guardaban los útiles, un par de libros, el “plumier”, y la cartera. Las bancas eran biplaza. En la parte superior donde estaban las bisagras existía un estrecho tablero donde se incrustaba un pequeño receptáculo de cristal grueso, como un vaso con los bordes amplios y volados; el tintero.
Aún tengo uno en mi poder que lo conseguí en un baratillo de la Corredera. Su negro líquido, la tinta, lo hacíamos en el colegio, añadiendo agua al producto en polvo, que se compraba en la droguería de la esquina, y que creo era carbón vegetal. El escribir con tinta y pluma en palillero sólo estaba destinado a los mayores, los pequeños usaban el lápiz y la goma de pan. Siempre me acordaré de ese olor característico de las clases, que posiblemente fuera de las gomas de borrar. Salvo cuando Herminio levantaba la mano con el índice y el corazón unidos rectos hacia arriba, símbolo de solicitar el permiso para ir al urinario a hacer aguas menores -las mayores era sólo el índice-, el maestro no lo veía y se las hacía allí mismo, lo que suponía un olor fuera de lo normal, y las voces de D. Enrique llamando a Doña Concha para que limpiase la incontinencia de Herminio. Evidentemente después, los glúteos de Herminio eran acariciados por Doña Sinforosa. La verdad es que en ello no estaba de acuerdo. No era justo, Herminio había cumplido con la norma, solicitando con el símbolo reglamentario el permiso, si bien puede que en un último estadío de su vejiga, y si con la mano derecha hacía el gesto, y llamaba la atención del maestro llamándole por su nombre, muy bajito, es verdad pues cualquier esfuerzo superior a lo normal podría provocar la catástrofe, con la izquierda y el montar una pierna sobre otra trataba de contener lo incontenible; la naturaleza. Pero la realidad es que D. Enrique no había cumplido su parte que era la de la autorización reglamentaria.
Alta de Santa Ana y poste de teléfonos
Había unas clases muy curiosas, por ejemplo la Caligrafía; se obligaba a los alumnos a que aprendieran a escribir adecuadamente. Es cierto que el escribir bien era emplear una letra algo barroca para mi gusto. Incluso se hacían prácticas con un plumín doble, grueso y fino para hacer escritura gótica, que seguro en el futuro no nos iba a servir de nada. Pero era necesario tener una buena caligrafía, pues la cultura se medía por el amplio conocimiento de las “cuatro reglas”, y sabiendo ese número de reglas matemáticas, y leer y escribir bien ya estaban más o menos sentados los cimientos del edificio cultural del momento. Bueno a lo mejor era también necesario saber que el Guadalquivir nacía en la Sierra de Cazorla. Es cierto que si tenías que hacer una instancia, ésta se debía hacer a mano y si la caligrafía y la rectitud de sus líneas eran adecuadas, ya existía una diferencia cultural importante. Evidentemente en el reglamentario papel de barba.
A D. Enrique, que posiblemente conociera las tesis de D. Francisco Giner de los Ríos, no le hacía falta examinar a sus alumnos, los estaba examinando diariamente, minuto a minuto. Entonces no existían computadoras para archivar en una base de datos multitud de números y referencias, él sabía a dónde podía llegar cada uno de sus alumnos y de su capacidad. Él, cuando hablaba con los padres de sus pupilos, siempre le decía las virtudes y carencias de cada uno.
Unos meses atrás habíamos vivido un triste acontecimiento en el colegio. Murió la madre de Ceferino. Eso me pareció en su momento muy complicado y poco explicable. En aquel entonces tenía ocho años recién cumplidos. ¿Qué iba a pasar con ese niño sin madre? Me pregunté sin conseguir una respuesta adecuada que me aclarara la situación. Aquello acrecentó mi amistad por Ceferino por lo que consideraba su soledad. Posteriormente al hilo de aquel acontecimiento, me dijo:
― Ven a mi casa que tengo otra madre.
― ¿Cómo es eso? ― le pregunté.
― Mi padre se va a casar con otra señora. ―contestó.
Cuando terminó la clase, fuimos a su casa. Ésta estaba, en una calle escalonada cercana. Donde la calle hacía un recodo, estaba su casa, creo que era la única de ese tramo. La entrada se efectuaba a través de un portal pequeño con una escalera que conducía directamente a la primera planta. Tenía un pequeño salón con varias puertas y una ventana adornada con unos visillos blancos desde la que se divisaba la calle. De una de las puertas, que sospeche conducía al cuarto de baño, apareció de momento una mujer de unos treinta o treinta y cinco años, es decir “mayor”. Esbelta, que sólo tenía puesta una bata y ésta estaba entreabierta, dejando ver por la abertura un cuerpo desnudo, unos pechos erguidos y un enorme triangulo oscuro de pelo ensortijado. Las piernas me parecieron larguísimas. Ella no se preocupó de taparse delante de un niño y su hijastro –después me entere que se llamaban así los hijos de las segundas madres-, sino de cubrirse el pelo húmedo con una toalla que llevaba en la mano, en un rápido gesto de agachar la cabeza y luego lanzarla hacia atrás, que nos mojó con algunas gotas de agua.
― ¿Quién es éste amigo? ―preguntó, terminándose de liar el pelo con la toalla.
― Un niño del colegio. ―dijo Ceferino.
Mi asombro carecía de límites. Era la primera vez que veía al natural una señora desnuda y que además parecía una artista, me lo parecía a mí. No podía apartar mi vista disimuladamente de ese enorme triángulo oscuro. Por otro lado no debía, pues era la nueva madre de Ceferino. Aquel acontecimiento me hizo algo mayor, si puede llamarse mayor a un niño de ocho años.
Cuesta de Peramato desde Alta de Santa Ana
Por razones de la vida y de determinados intereses económicos, el Colegio San Antonio cerró, pues tuvieron que marcharse de la casa. Yo ya me había marchado de él, muchos meses antes. Un día, Doña Sinforosa rozó injustamente mi glúteo derecho, digo injustamente porque fue un error de apreciación de D. Enrique. El culpable salió indemne porque el maestro se había confundido. Me dirigí a él, cuando se sentó en su bufete, para decirle que era injusto su castigo hacía mí, que yo no había sido. El me dijo:
―Siéntese usted y no discuta. -volví a pedirle que reconociera el error, y al no hacerlo le dije que me marchaba a casa, y así lo hice.
Cuando llegué a mi casa dije a mis padres lo que había pasado y les expresé mi intención de colaborar con la familia y ponerme a aprender un oficio. Mis padres me comprendieron y me coloqué en un taller de orfebrería religiosa. Mi primer sueldo fueron seis pesetas a la semana, que mi madre al entregárselas me las dejó y me sirvieron para sacar la entrada para ver al “Sansón del Siglo XX” que actuaba en la antigua plaza de toros de Los Tejares.
Desde el primer rellano Cuesta de Peramato
Instalaron el colegio en un barrio al norte de la ciudad, Santa Rosa. Me dijeron que en un piso bajo. Los últimos años creo fueron muy malos, apenas tenía alumnos en la última época. Tuve siempre una relación afectuosa con D. Enrique y su familia cuando me los encontraba por la calle. Después de todas las dificultades económicas, la vida acabó jugándole una mala pasada, un accidente cerebral lo dejo muy mal, quedo discapacitado a cargo como no, de Doña Concha, su esposa, hasta que se marchó definitivamente de este mundo.
En la figura de D. Enrique quiero homenajear respetuosamente a todos esos animosos maestros de escuela, que con su vocación característica, queramos algunos o no, han dejado huella en nosotros.Es penoso por otra parte que, toda una vida dedicada a la enseñanza, a la libre enseñanza, no le diera a mi maestro, a D. Enrique Rodríguez Castro -D. Tabique cariñosamente-, un retiro digno al final.
Fotos del autor y Archivo Municipal
Bibliografía de la memoria y el corazón.
Bibliografía de la memoria y el corazón.
No hay comentarios :
Publicar un comentario